Suena el teléfono, y luego otro. Hay trece personas en la habitación, yendo y viniendo. Tazas de café vacías parecen ser el adorno favorito. Los computadores parecen estallar en medio de la ametralladora de palabras que urgentemente estructura los sucesos del día. Alguien grita, alguien apura, alguien se queja, alguien suspira. El desorden parece reinar en medio de la sala de partos que recibe 365 criaturas al año –una más en año bisiesto–; criaturas condenadas a morir 24 horas después por el simple hecho de quedar obsoletas. La prisa y la presión son los capataces de este salón, de este mundo agitado en que se desarrolla el periodista y su redacción. En contraste, se puede imaginar esa tarde plácida en casa, donde una música de jazz inunda las estancias de la casa residencial e inspira con su calidez palabras más elaboradas. Al otro lado de la ventana, se extiende un jardín floreado bañado en luz vespertina y cielos algodonados. Y entre todo ello, entre la apacible soledad del descans