Cuando abrimos este clásico de la literatura inglesa, y nuestros ojos se encuentran con las primeras líneas de la novela, nos topamos con una escena sólo en apariencia muy poco impactante: el joven Lockwood, ingenuamente, hace una visita al señor Heathcliff , dueño de las propiedades “Wuthering Heigths” (Cumbres Borrascosas) y “Thrushcross Grange”, con la intención de ser el próximo inquilino de la última. Por una serie de circunstancias, Lockwood se verá obligado a pasar la noche en el lúgubre y demencial ambiente de “Wuthering Heights”. Dentro de la frialdad de su habitación, encontrará retazos del testimonio perturbador de Catherine Earnshaw acerca de una infancia marcada por el odio entre Hinley –hermano de ella– y un tal “H.”. ¿Heathcliff? La impresión de Lockwood sobre tales sucesos le sumerge en una tensión febril en la que se verá, incluso, atormentado por el espectro de una mujer joven, demacrada, que gime por entrar a través de la ventana. El señor Heathcliff, altanero y sar