Cuando abrimos este clásico de la literatura inglesa, y nuestros ojos se encuentran con las primeras líneas de la novela, nos topamos con una escena sólo en apariencia muy poco impactante: el joven Lockwood, ingenuamente, hace una visita al señor Heathcliff, dueño de las propiedades “Wuthering Heigths” (Cumbres Borrascosas) y “Thrushcross Grange”, con la intención de ser el próximo inquilino de la última.
Por una serie de circunstancias, Lockwood se verá obligado a pasar la noche en el lúgubre y demencial ambiente de “Wuthering Heights”. Dentro de la frialdad de su habitación, encontrará retazos del testimonio perturbador de Catherine Earnshaw acerca de una infancia marcada por el odio entre Hinley –hermano de ella– y un tal “H.”. ¿Heathcliff? La impresión de Lockwood sobre tales sucesos le sumerge en una tensión febril en la que se verá, incluso, atormentado por el espectro de una mujer joven, demacrada, que gime por entrar a través de la ventana. El señor Heathcliff, altanero y sarcástico hasta el sadismo, pierde toda su compostura al escuchar la historia de su recién espantado huésped, hecho ante el cual Lockwood decide abandonar dicho mundo de locos, aunque sin tardar demasiado en obsesionarse con la historia que encierran las paredes frías de Cumbres Borrascosas…
Hay autores que han alcanzado la fama tras una extensa cantidad de obras que, casi anualmente, han llenado las estanterías, sucediéndose en novedad. Muchos ejemplos podemos mencionar entre la literatura contemporánea, una época en que el ámbito se ha convertido en un trepidante fenómeno comercial –pero que no necesariamente implica que la calidad esté en la misma cúspide. Ahora bien, hay autores que, sin necesidad de una cobertura mediática ametrallante, y aún bajo circunstancias sociales adversas, con tan sólo una obra logran alcanzar un pedestal entre los clásicos eternos de la literatura universal. Exactamente ése es el caso del “Cumbres Borrascosas” de Emily Brontë, única obra de la autora inglesa.
Analizar la obra de Emily Brontë es la respuesta a la pregunta de muchos escritores: ¿qué se necesita para entrar al Panteón de los Clásicos Inmortales? Aunque, realmente, ésa es una respuesta que solamente el tiempo puede contestar, se pueden nombrar una fundamental característica común. La primera y más evidente de todas es esa misma perdurabilidad que, de forma más específica, podemos traducir en “vigencia” –y la cual, a su vez, podemos traducir en la facultad que posea la obra para capturar el interés del lector, aún fuera de la audiencia para la que fue pretendida.
Siguiendo tal lineamiento, se logra afianzar una verdad simplemente innegable: se mire por dónde se mire, “Cumbres Borrascosas” es fascinante: una historia romántica hasta en el aire pero cargada del más ácido tenebrismo, lo cual viene a romper todo esquema del amor cortés y los héroes puros y nobles hasta convertir la trama en una auténtica novela gótica.
Comparable incluso con el “Drácula” de Bram Stocker o el “Frankenstein” de Mary Shelley, Cumbres presenta con una maestría inquietante el panorama tenso de un amor psicológicamente imposible, lo cual es ya, de por sí, suficientemente perturbador como para envidiar algo a las primeras obras del género. El tema sobrenatural es el lente a través del cual la autora nos presenta la realidad malsana de unos personajes motivados por fuertes pasiones de odio e ira, y donde Heathcliff encarna al monstruo correspondiente.
¿Quién es Heathcliff? ¿Solamente un gitanillo huérfano que el señor Earnshaw encontró eventualmente y al que decidió adoptar, para deleite de su hija menor y eterno odio de su hijo mayor? ¿O, como le describen la mayoría de personajes que le rodean, un demonio, un ser desalmado, salvaje en espíritu, vengativo y venenoso en todas sus intenciones? Sea quien sea, es éste el protagonista de una historia de “vendetta”, un hombre que se compromete a destruir por completo las vidas de los Earnshaw y todos aquellos que lleven su sangre, evidenciando a la vez el impresionante manejo de la psicología humana y sus trastornos por parte de la misma autora, los cuales no pueden hacer menos que erizarnos todos los vellos de la nuca, amarrarnos la garganta o poner a saltar de temor nuestros corazones.
Así como la trama se desarrolla en torno a los relatos que escucha Lockwood de labios de una criada muy familiarizada con los misteriosos y atribulados personajes que habitaron en las dos propiedades del inicio, así mismo el lector escucha –realmente escucha– los mismos relatos tenebrosos y maniáticos, pasando las páginas con la misma rapidez con que pasan las horas. Es cierto, no hay ningún personaje en este recuento que merezca nuestra admiración, que inspire simpatía o abogue a nuestra lástima y, no obstante, es imposible no fascinarnos con Heathcliff –por malvado que sea– o no inquietarnos cada vez que la caprichosa Catherine Earnshaw entra en escena con alguna nueva treta.
El hechizo que mantiene al lector submerso en una trama con olor a tragedia desde las primeras páginas es el nombre definitivo de lo que consagra a una obra como clásico: ambiguamente le llamamos antes “vigencia del interés”; propiamente, se llama estilo.
¿Pero qué es eso de estilo, me han preguntado más de una vez? Decir que es la naturaleza de un libro –su modo de operación– , o que, dicho de otra forma, es aquello que “te golpea en el estómago” –citando a otra autora, como característica del buen libro– probablemente resulte muy abstracto y poco esclarecedor. Por ello, antes de contestar, siempre recuerdo la conversación que tuve en una ocasión con una editora, quien me dijo que no hay que buscar tramas originales –¡porque todos los temas están ya tocados!–; lo que hace a un escritor verdaderamente único y grandioso, es su estilo. Así pues, tomando en cuenta este detalle, mi respuesta definitiva a la pregunta primera ha sido siempre la misma: ¿quieres saber qué es el estilo? -¿Qué hace a un clásico, por ende? Lee “Cumbres Borrascosas” y lo entenderás.
Personalmente, después de leer a Emily Brontë, ya no volví a tener dudas al respecto.
Por una serie de circunstancias, Lockwood se verá obligado a pasar la noche en el lúgubre y demencial ambiente de “Wuthering Heights”. Dentro de la frialdad de su habitación, encontrará retazos del testimonio perturbador de Catherine Earnshaw acerca de una infancia marcada por el odio entre Hinley –hermano de ella– y un tal “H.”. ¿Heathcliff? La impresión de Lockwood sobre tales sucesos le sumerge en una tensión febril en la que se verá, incluso, atormentado por el espectro de una mujer joven, demacrada, que gime por entrar a través de la ventana. El señor Heathcliff, altanero y sarcástico hasta el sadismo, pierde toda su compostura al escuchar la historia de su recién espantado huésped, hecho ante el cual Lockwood decide abandonar dicho mundo de locos, aunque sin tardar demasiado en obsesionarse con la historia que encierran las paredes frías de Cumbres Borrascosas…
Hay autores que han alcanzado la fama tras una extensa cantidad de obras que, casi anualmente, han llenado las estanterías, sucediéndose en novedad. Muchos ejemplos podemos mencionar entre la literatura contemporánea, una época en que el ámbito se ha convertido en un trepidante fenómeno comercial –pero que no necesariamente implica que la calidad esté en la misma cúspide. Ahora bien, hay autores que, sin necesidad de una cobertura mediática ametrallante, y aún bajo circunstancias sociales adversas, con tan sólo una obra logran alcanzar un pedestal entre los clásicos eternos de la literatura universal. Exactamente ése es el caso del “Cumbres Borrascosas” de Emily Brontë, única obra de la autora inglesa.
Analizar la obra de Emily Brontë es la respuesta a la pregunta de muchos escritores: ¿qué se necesita para entrar al Panteón de los Clásicos Inmortales? Aunque, realmente, ésa es una respuesta que solamente el tiempo puede contestar, se pueden nombrar una fundamental característica común. La primera y más evidente de todas es esa misma perdurabilidad que, de forma más específica, podemos traducir en “vigencia” –y la cual, a su vez, podemos traducir en la facultad que posea la obra para capturar el interés del lector, aún fuera de la audiencia para la que fue pretendida.
Siguiendo tal lineamiento, se logra afianzar una verdad simplemente innegable: se mire por dónde se mire, “Cumbres Borrascosas” es fascinante: una historia romántica hasta en el aire pero cargada del más ácido tenebrismo, lo cual viene a romper todo esquema del amor cortés y los héroes puros y nobles hasta convertir la trama en una auténtica novela gótica.
Comparable incluso con el “Drácula” de Bram Stocker o el “Frankenstein” de Mary Shelley, Cumbres presenta con una maestría inquietante el panorama tenso de un amor psicológicamente imposible, lo cual es ya, de por sí, suficientemente perturbador como para envidiar algo a las primeras obras del género. El tema sobrenatural es el lente a través del cual la autora nos presenta la realidad malsana de unos personajes motivados por fuertes pasiones de odio e ira, y donde Heathcliff encarna al monstruo correspondiente.
¿Quién es Heathcliff? ¿Solamente un gitanillo huérfano que el señor Earnshaw encontró eventualmente y al que decidió adoptar, para deleite de su hija menor y eterno odio de su hijo mayor? ¿O, como le describen la mayoría de personajes que le rodean, un demonio, un ser desalmado, salvaje en espíritu, vengativo y venenoso en todas sus intenciones? Sea quien sea, es éste el protagonista de una historia de “vendetta”, un hombre que se compromete a destruir por completo las vidas de los Earnshaw y todos aquellos que lleven su sangre, evidenciando a la vez el impresionante manejo de la psicología humana y sus trastornos por parte de la misma autora, los cuales no pueden hacer menos que erizarnos todos los vellos de la nuca, amarrarnos la garganta o poner a saltar de temor nuestros corazones.
Así como la trama se desarrolla en torno a los relatos que escucha Lockwood de labios de una criada muy familiarizada con los misteriosos y atribulados personajes que habitaron en las dos propiedades del inicio, así mismo el lector escucha –realmente escucha– los mismos relatos tenebrosos y maniáticos, pasando las páginas con la misma rapidez con que pasan las horas. Es cierto, no hay ningún personaje en este recuento que merezca nuestra admiración, que inspire simpatía o abogue a nuestra lástima y, no obstante, es imposible no fascinarnos con Heathcliff –por malvado que sea– o no inquietarnos cada vez que la caprichosa Catherine Earnshaw entra en escena con alguna nueva treta.
El hechizo que mantiene al lector submerso en una trama con olor a tragedia desde las primeras páginas es el nombre definitivo de lo que consagra a una obra como clásico: ambiguamente le llamamos antes “vigencia del interés”; propiamente, se llama estilo.
¿Pero qué es eso de estilo, me han preguntado más de una vez? Decir que es la naturaleza de un libro –su modo de operación– , o que, dicho de otra forma, es aquello que “te golpea en el estómago” –citando a otra autora, como característica del buen libro– probablemente resulte muy abstracto y poco esclarecedor. Por ello, antes de contestar, siempre recuerdo la conversación que tuve en una ocasión con una editora, quien me dijo que no hay que buscar tramas originales –¡porque todos los temas están ya tocados!–; lo que hace a un escritor verdaderamente único y grandioso, es su estilo. Así pues, tomando en cuenta este detalle, mi respuesta definitiva a la pregunta primera ha sido siempre la misma: ¿quieres saber qué es el estilo? -¿Qué hace a un clásico, por ende? Lee “Cumbres Borrascosas” y lo entenderás.
Personalmente, después de leer a Emily Brontë, ya no volví a tener dudas al respecto.
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