En Guatemala hay campos de concentración. Daniel Álvarez y Ana Martínez viven en uno. Si alguien desea visitarlos, no necesita más que una dirección y el impulso de ir. Del sitio nadie guarda la entrada ni la anuncia. Súbitamente, el visitante se encontrará inmerso en esos terrenos donde muchos otros, quizá todos lo suficientemente desensibilizados, son capaces de transitar para contemplar impasibles –si la curiosidad les hace levantar los ojos más allá de la ventana– esos seres, ahora espectrales, que en otro tiempo fueran gallardos y espléndidos, incluso envidiados a nivel mundial por su finísimo porte, y que ahora no son más que vestigios mutilados, tatuados con frases de odio de terceros a terceros. Quienes conforman este escenario semejan fantasmas, junto a los cuales otros huéspedes se acostumbran a vivir. Daniel y Ana viven el Centro Histórico de Guatemala, un conjunto arquitectónico invaluable que ha sido concentrado en el olvido y, consecuentemente, el abandono. En otra época,