En Guatemala hay campos de concentración. Daniel Álvarez y Ana Martínez viven en uno. Si alguien desea visitarlos, no necesita más que una dirección y el impulso de ir. Del sitio nadie guarda la entrada ni la anuncia. Súbitamente, el visitante se encontrará inmerso en esos terrenos donde muchos otros, quizá todos lo suficientemente desensibilizados, son capaces de transitar para contemplar impasibles –si la curiosidad les hace levantar los ojos más allá de la ventana– esos seres, ahora espectrales, que en otro tiempo fueran gallardos y espléndidos, incluso envidiados a nivel mundial por su finísimo porte, y que ahora no son más que vestigios mutilados, tatuados con frases de odio de terceros a terceros. Quienes conforman este escenario semejan fantasmas, junto a los cuales otros huéspedes se acostumbran a vivir.
Daniel y Ana viven el Centro Histórico de Guatemala, un conjunto arquitectónico invaluable que ha sido concentrado en el olvido y, consecuentemente, el abandono. En otra época, este trozo de la ciudad era el ejemplo inexorable de la prosperidad de una nueva república; ahora, esos territorios dorados sólo viven dentro de unas fotografías sepia que pintan el sueño de ser de primer mundo. ¿Y qué pasó? Pues que la ciudad creció, el mundo moderno se levantó en la periferia y así, paulatinamente, los habitantes fueron abandonando toda la zona desde la Avenida Elena a la 12 Av., y de la 1ª. Calle a la 18ª. Calle de la zona 1.
Aunque no todos. Daniel Álvarez y Ana Martínez viven en el Centro Histórico. Ellos no se conocen, pero comparten las experiencias de vida en un mundo turbio y a la vez enigmáticamente fascinante, que continuamente desvaría entre una dura realidad y una misteriosa fantasía.
Daniel tiene 21 años y ha vivido en el Centro desde niño. Si le preguntas qué es lo que más le gusta de vivir ahí, comenta simplemente “caminar por las calles” (un auténtico lujo si se considera la situación de este turbulento país). Su razón, no obstante, es muy peculiar: “Si vives en el Centro, todo queda cerca”. Claro, realmente es un mundo pequeño. Aún así, a Daniel también le resulta difícil afirmar que le gusta vivir en dicho sitio. “¡Todo está sucio!”, es su mayor queja. No pasa un día sin que Daniel encuentre a un vagabundo tirado en cualquier mustio rincón, preferentemente los umbrales húmedos de viejas puertas cegadas y roídas. ¡Y qué decir de los “pegamenteros” del Parque Central! Haciendo memoria, Daniel relata aquella vez en que, mientras caminaba tranquilamente por las calles, un joven lo abrazó, asegurando que era amigo suyo. No obstante, al cabo de un momento le pidió un quetzal. Cuando Daniel le dijo que no tenía ninguno, ¡asalto! “Dame tu celular”.
Daniel y Ana viven el Centro Histórico de Guatemala, un conjunto arquitectónico invaluable que ha sido concentrado en el olvido y, consecuentemente, el abandono. En otra época, este trozo de la ciudad era el ejemplo inexorable de la prosperidad de una nueva república; ahora, esos territorios dorados sólo viven dentro de unas fotografías sepia que pintan el sueño de ser de primer mundo. ¿Y qué pasó? Pues que la ciudad creció, el mundo moderno se levantó en la periferia y así, paulatinamente, los habitantes fueron abandonando toda la zona desde la Avenida Elena a la 12 Av., y de la 1ª. Calle a la 18ª. Calle de la zona 1.
Aunque no todos. Daniel Álvarez y Ana Martínez viven en el Centro Histórico. Ellos no se conocen, pero comparten las experiencias de vida en un mundo turbio y a la vez enigmáticamente fascinante, que continuamente desvaría entre una dura realidad y una misteriosa fantasía.
Daniel tiene 21 años y ha vivido en el Centro desde niño. Si le preguntas qué es lo que más le gusta de vivir ahí, comenta simplemente “caminar por las calles” (un auténtico lujo si se considera la situación de este turbulento país). Su razón, no obstante, es muy peculiar: “Si vives en el Centro, todo queda cerca”. Claro, realmente es un mundo pequeño. Aún así, a Daniel también le resulta difícil afirmar que le gusta vivir en dicho sitio. “¡Todo está sucio!”, es su mayor queja. No pasa un día sin que Daniel encuentre a un vagabundo tirado en cualquier mustio rincón, preferentemente los umbrales húmedos de viejas puertas cegadas y roídas. ¡Y qué decir de los “pegamenteros” del Parque Central! Haciendo memoria, Daniel relata aquella vez en que, mientras caminaba tranquilamente por las calles, un joven lo abrazó, asegurando que era amigo suyo. No obstante, al cabo de un momento le pidió un quetzal. Cuando Daniel le dijo que no tenía ninguno, ¡asalto! “Dame tu celular”.
Es muy probable que la mayoría de guatemaltecos ya hayamos visitado este campo espectral. En una ocasión, un desvío obligado nos llevó con mi familia hacia tales inmediaciones. Personalmente, el desvío no me molestó; me deleitaba en contemplar los detalles arquitectónicos de los edificios, opacados ya por la mugre y el desgaste, pero que en sus pequeños rincones aún escondían tesoros de una Guatemala más fina, que en otros tiempos había inspirado algunas de las fascinantes novelas histórico-románticas de José Milla.
“¿Cómo se llama la arquitectura que hay en Nueva York? Esa sí me gusta”, respondió mi hermano a previos comentarios míos sobre el arte de aquel campo de concentración de edificios olvidados. “Art Deco”, le contesté yo, “y aquí, en el Centro se construyó mucho bajo esa línea a principios del siglo pasado. ¡Como ese edificio!”, señalé hacia una estructura amarilla, conforme pasábamos junto a ésta, en la 9ª. Avenida, entre 15ª. y 14ª. Calle.
“Ése era el edificio de Sanidad Pública”, observó mi mamá. “Recuerdo que, de niña, veníamos a vacunar a mis perros a este lugar, pero a mí me daba miedo, porque también venían las prostitutas a renovar sus tarjetas de sanidad”.
Y es que el Centro es así, un mundo de contrastes. Edificios alguna vez hermosos que encierran buhardillas lúgubres; edificios descascarados que contienen fabulosas galerías de arte. Es un mundo extravagante y con olor a naftalina, donde puedes encontrar absolutamente de todo.
“¿Cómo se llama la arquitectura que hay en Nueva York? Esa sí me gusta”, respondió mi hermano a previos comentarios míos sobre el arte de aquel campo de concentración de edificios olvidados. “Art Deco”, le contesté yo, “y aquí, en el Centro se construyó mucho bajo esa línea a principios del siglo pasado. ¡Como ese edificio!”, señalé hacia una estructura amarilla, conforme pasábamos junto a ésta, en la 9ª. Avenida, entre 15ª. y 14ª. Calle.
“Ése era el edificio de Sanidad Pública”, observó mi mamá. “Recuerdo que, de niña, veníamos a vacunar a mis perros a este lugar, pero a mí me daba miedo, porque también venían las prostitutas a renovar sus tarjetas de sanidad”.
Y es que el Centro es así, un mundo de contrastes. Edificios alguna vez hermosos que encierran buhardillas lúgubres; edificios descascarados que contienen fabulosas galerías de arte. Es un mundo extravagante y con olor a naftalina, donde puedes encontrar absolutamente de todo.
Ana Martínez no creció en el Centro. De hecho, nació en Madrid. Estudió la licenciatura de periodismo en la Complutense y luego una maestría en Países del Sur. Eventualmente, su destino se designó al azar: un año de prácticas profesionales en el extranjero. A Ana le asignaron Guatemala. Ella creyó que no duraría más de tres meses. Ya casi cumplió el año y extendió su tiempo hasta el 2010. Hasta ahora, Ana ha vivido en un apartamento detrás del Palacio Nacional junto a otra compañera también española. Si bien el hospedaje les ha sentado bien, la casera consideró que era momento de que se fueran, así sin más. “Hace poco hablé con la posible futura casera por teléfono”, cuenta Ana mientras pasea por las calles airosas de la zona 1. “Me explicó que nuestra posible futura casa hace como un siglo fue un convento. De hecho, la cocina era una capilla y por eso todavía hay un Cristo en una de sus paredes, imposible de quitar y que, la verdad, da un poco de yuyu”.
Aún así, a pesar de todo el tiempo transcurrido, la adaptación siempre es difícil. Lo sería incluso para un guatemalteco habituado al ritmo de las otras zonas de la ciudad. Para Ana, el reto ha sido doble. Súbitamente le ha tocado lidiar con la “paranoia” de los pobres chapines, “que no saben qué es andar bajo la lluvia, con la música al tope en el mp3, sin necesidad de correr”, por el tema de la inseguridad, claro. Las diversiones, definitivamente, han cambiado también. A ella le gusta visitar con sus amigos un café bar llamado “Las Cien Puertas”. Pero de repente, para variar, ¿alguien se apunta para ir al cine a la zona 1? A esta madrileña le parece bastante divertido. “Los asientos están rotos, pero es lo de menos. La mayoría de las veces en la sala no hay absolutamente nadie y la película empieza unos minutos antes de lo previsto. De repente, los subtítulos desaparecen y tenemos que salir a avisar a alguien a que nos los vuelvan a poner…”
Y es que el Centro es así: lo viejo, ni por demasiado viejo pasa. Es un ambiente donde la palabra “obsoleto” pierde sentido. Y si bien es cierto que, por un lado, es un patrimonio cultural de la nación, sede aún de muchas instituciones estatales, por otro, es innegable su realidad de bajo mundo, donde la población que aún queda permanece muchas veces ya sea por la nostalgia o la falta de opciones.
Atravesar las aceras remendadas de la zona 1 es suficiente para convencernos de esto. Los almacenes de telas, los comedores, hasta el alguna vez suntuoso hotel Pan American, todo parece haberse quedado estancado, pese a que el tiempo siguió pasando. Ahora, lo que apenas hace unos veinte años aún era un paseo vistoso y, más que eso, obligado para los ciudadanos que querían hacer compras, trámites, ir al banco, trabajar en el ombligo del país, ahora es una especie de pueblo fantasma. En este lugar, reina el hollín del diesel de las camionetas, que se adhiere a las paredes, a las ventanas, al piso como si fuese un moho; es el imperio del polvo denso que se duerme en las vitrinas de los almacenes más antiguos, ¡como en El Portal!, las cuales no parecen haber sido remodeladas desde hace más de diez años. ¡Y qué mejor forma de verificar esto que caminando por la “Sexta”, travesía que es siempre una odisea!
Aún así, a pesar de todo el tiempo transcurrido, la adaptación siempre es difícil. Lo sería incluso para un guatemalteco habituado al ritmo de las otras zonas de la ciudad. Para Ana, el reto ha sido doble. Súbitamente le ha tocado lidiar con la “paranoia” de los pobres chapines, “que no saben qué es andar bajo la lluvia, con la música al tope en el mp3, sin necesidad de correr”, por el tema de la inseguridad, claro. Las diversiones, definitivamente, han cambiado también. A ella le gusta visitar con sus amigos un café bar llamado “Las Cien Puertas”. Pero de repente, para variar, ¿alguien se apunta para ir al cine a la zona 1? A esta madrileña le parece bastante divertido. “Los asientos están rotos, pero es lo de menos. La mayoría de las veces en la sala no hay absolutamente nadie y la película empieza unos minutos antes de lo previsto. De repente, los subtítulos desaparecen y tenemos que salir a avisar a alguien a que nos los vuelvan a poner…”
Y es que el Centro es así: lo viejo, ni por demasiado viejo pasa. Es un ambiente donde la palabra “obsoleto” pierde sentido. Y si bien es cierto que, por un lado, es un patrimonio cultural de la nación, sede aún de muchas instituciones estatales, por otro, es innegable su realidad de bajo mundo, donde la población que aún queda permanece muchas veces ya sea por la nostalgia o la falta de opciones.
Atravesar las aceras remendadas de la zona 1 es suficiente para convencernos de esto. Los almacenes de telas, los comedores, hasta el alguna vez suntuoso hotel Pan American, todo parece haberse quedado estancado, pese a que el tiempo siguió pasando. Ahora, lo que apenas hace unos veinte años aún era un paseo vistoso y, más que eso, obligado para los ciudadanos que querían hacer compras, trámites, ir al banco, trabajar en el ombligo del país, ahora es una especie de pueblo fantasma. En este lugar, reina el hollín del diesel de las camionetas, que se adhiere a las paredes, a las ventanas, al piso como si fuese un moho; es el imperio del polvo denso que se duerme en las vitrinas de los almacenes más antiguos, ¡como en El Portal!, las cuales no parecen haber sido remodeladas desde hace más de diez años. ¡Y qué mejor forma de verificar esto que caminando por la “Sexta”, travesía que es siempre una odisea!
Nadie puede decir que conoce el Centro si no ha ido a “la Sexta”. En antaño, la 6ª. Avenida era famosa por tener las mejores tiendas del país y podía verse en ella muchos peatones, ataviados con sus mejores galas, en su camino hacia el cine Lux –al que no se podía entrar mal vestido.
Ahora, las personas saturan las aceras, una aglomeración continua que transita por entre los improvisados tenderetes que cubren toda la ruta desde la 8ª. hasta la 18ª. Calle. En éstos se puede encontrar absolutamente de todo: CD’s de música y películas pirata, ropa, relojes, bolsos, cracks de software e incluso unos cuantos gallos disecados en posición de pelea (por si se le antoja obsequiarlo a alguien en Navidad). El espectáculo es, pues, definitivamente pintoresco: puestos de venta armados burdamente con plásticos de colores y lazos, y que ocultan a los almacenes adyacentes de la luz solar; las calles están más que atestadas de peatones, autos mal parqueados y todos los carriles de tráfico que quepan en la inventiva del conductor. Se podría decir que es parte del folklore.
Y, por supuesto, ya nadie piensa en ir de gala a los cines Lux. De hecho, resulta sorprendente que las salas de la zona 1 aún sobrevivan, con una clientela que sólo podría ser contada en números negativos. Ello sin mencionar al tenebroso Cine Doral, donde solamente se exhibe películas XXX y es destino conocido de travestis y otras personas de dudosa reputación.
Pero, a pesar de todo esto, el Centro es aún hoy en día un santuario predilecto para muchísimos artistas nacionales. ¿Dónde se puede respirar con más frescura el aire romántico, melancólico incomprendido que siempre inspira a aquellos de gran sensibilidad? Si uno se pasea una tranquila tarde de sábado por el Centro Cultural Metropolitano, más conocido como el Edificio de Correos, es muy fácil dejarse envolver por la música lejana de varios músicos jóvenes, practicando con sus partituras; aquí un flautista, allá una violonchelista, ambos tan sumergidos en su pieza que ni un vendaval podría arrancarlos de su arte.
A tan sólo una cuadra de ahí, en una avenida prácticamente desierta, hay un local rezagado en una esquina. Las vitrinas están cegadas por grotescos pósters de heavy metal; la puerta entreabierta, accesible a quienes sean lo suficientemente temerarios entrar en ese lúgubre bar de rockeros. De lo que hay al otro lado no se ve más que una profunda oscuridad. Al lado hay un hotel. La entrada es un largo corredor con piso de cemento que termina frente a un muro de aire denso y polvoriento. De la recepción no hay ni rastro; seguramente es esto señal de que habría que internarse en el pasillo y luego subir las escaleras que parten desde el fin de éste y llevan hacia otro rincón igualmente oscuro dentro de los recovecos del descascarado edificio.
Porque, como dijimos anteriormente, el Centro es un mundo de contrastes. Tanto el escenario de una novela romántica como una realista. Un lugar donde se alzan brillantes iglesias a la luz del sol, y trabajadores sexuales cuando cae la noche. Porque, sobre todo, este lugar es verdaderamente un campo de concentración, un sitio donde hemos “encajonado” un submundo, fascinante y escalofriante a la vez; una ciudad fantasma pero también un pasado lleno de mitos, leyendas y folklore –sobre el cual, fácilmente, se recrean muchas páginas más.
Ok... Esta es la versión original de la crónica. Una versión editada en algunos aspectos va a ser publicada (o ya fue publicada jaja) en Siglo 21 el domingo 31 de mayo, en Magacín 21. ¡A ver...! :/ jajaja!
------Créditos de fotografías (por orden de aparición)
1. 5ta Av Zona 1 Guatemala por feniceo
2. 6ta Calle Zona 1 Guatemala por JR_27
3. Pasaje Aycinena por xibalbarendon
4. Sexta Avenida (archivo Prensa Libre)
5. Real del Parque por J_aroche
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