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"Calle Abajo"


"¡De entre las cosas más absurdas que se le habían podido ocurrir, tuvo que elegir aquella! ¡Qué insensatez! Podría haber tomado la opción más común: correr a su habitación, encerrarse del mundo y aguardar, observando la oscuridad desde el cobijo de la cama, hasta que todas las lágrimas que no saldrían nunca dejasen de curiosear junto a la cuenca de sus ojos. Podría haberse sumergido en aquel mundo triste y solitario, rodeándose de la música melancólica y de tonadas suaves que poco a poco le adormecía hasta atraparle en un sueño profundo e insensible. Podría haberse desquitado con su constante compañero de celulosa perfumada, tatuándole nuevas preocupaciones ácidas respecto al orbe.
¡Pero no! Aún lloviendo, aún pese a la inseguridad, se había lanzado a las calles en plena madrugada, sin rumbo y sin recursos. En el fondo sabía que deseaba volver, pues la perspectiva desoladora de las aceras noctámbulas, llenas del aliento fermentado del vicio nocturno, le infundían grandes temores que le atravesaban como flechas en su consciente vulnerabilidad. No obstante, más adentro aún, tenía la fuerte convicción de no volver jamás al mismo vaho enfermizo que le había hostigado los últimos meses. Ahora que había, siquiera sutilmente al horizonte, una luz cálida y nueva, algo le convenció a no dejar escapar esa brillante oportunidad del cambio radical.
Insegura, Ana introdujo sus dedos de hielo dentro del bolsillo de la chaqueta y tomó el cuasicongelado celular, el receptor de la evidencia de su esperanza. Lo refugió entre sus palmas frías y lo apretó contra su pecho, como protegiéndole del ambiente gélido. Si por alguna razón se averiaba… Si llegaban a hurtárselo… ¡No! ¡No podía permitirse ni imaginarlo! Aquel mensaje era la prueba fehaciente de que nada había sido sólo una ilusión, era la prueba de que tenía otra opción… y de que él existía.
¿Era él la encarnación de la ansiada disyuntiva? ¿O era, más bien, su propuesta? Ana anhelaba ambas, desde hacía mucho tiempo, pero jamás se le había ocurrido imaginar que sus dos deseos pudiesen presentársele alrededor de un mismo sujeto; y, de hecho, temía que tuviese que llegar a elegir solamente uno de ambos: ¿amor o trascendencia…?
¡Pero, ¿en qué demonios estaba pensando?! ¿Amor? ¡Já! ¡Qué irrisorio! La mente de Ana le reprochó tan duramente, haciéndole revivir todas las experiencias con ese intrusillo del “amor”, que las cuerdas vocales se le anudaron angustiosamente y todo su cuerpo se estremeció por una razón distinta al clima. No, no, no… Más valía no andar idealizando a nadie, ni considerando siquiera… ¡Aquella oportunidad era demasiado buena como para arriesgarla de forma tan infantil! Si es que la oportunidad era real…
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La razón de por qué vagaba Anna por las calles aquella fría noche de noviembre tenía sus orígenes en sucesos anteriores que difícilmente lograría olvidar alguna vez. El inicio de aquella locura había tenido lugar una noche de los últimos días de septiembre; una noche en que Anna había llorado hasta despertar y reparar en una verdad inquietante: quería ser hombre. Sí, así y sin más pelos en la lengua, Anna quería ser hombre.
Aquella noche, Ana había dado las buenas noches a su padre, un viejo relojero por tradición, a su hermana mayor, Inés, y a su perra, Kirsha –cuyo nombre no quedaba claro para nadie en aquella residencia.
Habría que decir que el ya anciano Elmer Siraco no andaba muy bien de la cabeza; de hecho, el negocio de los relojes era realmente una pantomima para mantenerlo ocupado –la relojería tenía mucho tiempo de haber quebrado y las cuentas las pagaban los diversos empleos que apretaban los nervios de las hijas. Los médicos temían que “don Elmer” se deprimiese si la labor de su vida fuese separada de él. Pues, por más que a Ana le costase comprenderlo, su padre era un relojero de vocación.
Y aquella noche, sentado en su vieja butaca de terciopelo ya roído, y mientras contemplaba absorto el paisaje mustio de aquella urbanidad abandonada, levantándose cansadamente al otro lado del ventanal, en sus labios entreabiertos se asomó su único anhelo, justo al momento en que los labios pálidos de Ana le besaron la nudosa frente:
–¡Ahh.., mi querida Bertha! ¡El viejo Junghans 1953…! –suspiró con melancolía.
Ana había hecho caso omiso al ya usual juego de palabras; ignorarlo era el remedio para el dolor que le causaba la mente perdida de su padre. Según los doctores, el pobre hombre estaba atrapado en sus viejos amores: Bertha Tobler, su ya difunta esposa, y un finísimo reloj alemán de colección. La nostalgia provocada por la senectud tenía que ser el único puente de unión entre ambos anhelos, tan totalmente fuera del alcance del señor Siraco; por cuestiones naturales y económicas, evidentemente.
Así pues, la joven abandonó la habitación, dejando atrás al perdido “don Elmer” contemplando algún imaginario más allá de la mugre de la ventana, y a una ojerosa Inés que daba un sorbo a su taza de café instantáneo mientras intentaba no abatirse ante la lista de cuentas pendientes. Cerrándose a dicha situación, Ana cerró la puerta en las narices de la vieja perra y continuó avanzando hacia el segundo nivel de aquella estrecha residencia, pisando las losas de cemento de las escaleras..."
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Imagen: The Second World by mjagiellicz
(Por cierto, perdón por este desagradable formato apretado. Quise ponerlo de otra forma que no resultara tan cargado pero esta cosa no se dignó a cambiar los cambios!! O ponía todo pegado, o separaba los párrafos por tres líneas en blanco, que se veía hasta peor! Mis disculpas!!)

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