J.R.R. Tolkien es un autor destinado a sorprender. Ya en sus días de catedrático de literatura y filología inglesa (más bien, anglosajona y nórdica), sorprendió al mundo con la creación de un universo de ficción mítica (hoy diríamos "novelas de fantasía") en plena época del naturalismo y realismo literarios, en los días del psicoanálisis, de la física cuántica y la teoría de la relatividad, en los albores del estructuralismo y otro sinfín de corrientes mayoritariamente materialistas, cientificistas y —como lo diría Chesterton, otro gigante del pensamiento a quien Tolkien, si lo vemos a fondo, definitivamente admiraba— *pesimistas*. Tolkien, en el (lamentablemente) superficial escenario cultural moderno, habría resultado como un erudito de lo más pesado. En efecto, el hombre (el verdadero Tolkien de carne y hueso) mostró desdén por las "asociaciones de elfos" que empezaban a formarse en los Estados Unidos (hoy diríamos "Club de Fans") y, en cambio, nunca olvidó aquella vez que un hombre exclamó en un campamento, en respuesta a una discusión que ahora resulta irrelevante: "Sí, ¡creo que expresaré el caso acusativo por medio de un prefijo!". Pues, en verdad, Tolkien es la clase de sujeto que habría encontrado más gracia en un chiste de gramática que en el nuevo video de seguridad que parodia la Tierra Media de Air New Zealand. Tolkien era un hombre serio, pero con gran optimismo y entusiasmo por la vena más poderosa y mágica —"mágica" de verdad— de la experiencia humana: el lenguaje.
Quizá una de las cosas más importantes que valdría la pena recordar ahora sobre Tolkien, sobre todo en medio de la vorágine de películas, videojuegos, y tanto tipo de merchandising derivado de las adaptaciones cinematográficas de Peter Jackson, es que el universo de la Tierra Media no fue concebido para ser una franquicia (aunque muchos disfrutemos infinitamente de la música que para ella creó Howard Shore, de las interpretaciones inolvidables de Ian McKellen, Viggo Mortensen y Martin Freeman, por mencionar algunos, o de la no menos espectacular dirección de arte de los juegos y películas). No. Antes de ser una franquicia super exitosa a más de 60 años de su primera aparición pública, las historias de la Tierra Media fueron concebidas como una auténtica mitología. Y para Tolkien, y esto es lo más importante, esto significa que son historias verdaderas; pues Tolkien, que había estudiado la verdadera simiente mitogenética —contenida en el lenguaje humano— sabía algo que muchos de los pedantes o superficiales antropólogos y menores intelectualoides de la edad contemporánea ignoran: que mito y fantasía no son sinónimo de "mentira", "farsa" u otro tipo de sustituto para la ciencia u autoengaño psicológico "para soportar la angustia de la existencia". La mitología es real y es verdadera. Al menos, para Tolkien lo era y concebir El Hobbit o El Señor de los Anillos bajo otro enfoque es perderse la mejor parte de la creación poética de este autor.
Por supuesto que afirmar que la mitología era verdadera para Tolkien es una afirmación que exige matices, pero estos matices no suponen poner en cuestión la veracidad de las historias —en realidad, la "veracidad" no tiene nada qué ver. Los pragmáticos y materialistas no podrán nunca compartir la visión de Tolkien ni disfrutar la fantasía en toda su plenitud así como éste la concibió, y por lo tanto siempre vivirán bajo la oscura ceguera de quien ya dio por entendida una de las regiones más misteriosas del espíritu humano: la concepción de la magia y el Reino de la Fantasía. Tolkien dijo una vez: "Fantasía no puede quedar atrapada en una red de palabras [es decir, un cuento, un mito o la definición teórica de estos fenómenos]; porque una de sus cualidades es la de ser indescriptible, aunque no imperceptible." Por ahora baste decir que, para este autor, aquello que concierne a la Fantasía no era exclusivo para un mundo infantil, así como lo concibe el hombre moderno (ése que ya imagina que lo sabe todo de la Fantasía —cuya principal cualidad, por supuesto, es que Fantasía es Mentira).
Leer a Tolkien, así pues, debería ser toda una experiencia de exploración antropológica profunda. No basta... ¡es más!, es un desperdicio leer sus obras de la Tierra Media con el simple deleite de quien tiene un circo frente a sus ojos, observando una pantomima que pretende divertirlo y distraerlo, sin que nada de lo que ahí se presente pueda —o pretenda— afectar su propia alma. Aprovechar la genialidad del hombre detrás de la Tierra Media implica entender su rico y profundo y filosófico pensamiento acerca de la poética, de la mitología (concretamente, de la mitopoética, de la "creación de mitos"), de aquello que él llamaba mythopoeia y que plasmó bellamente en un poema del mismo nombre.
José Miguel Odero, autor de la obra J.R.R. Tolkien, Cuentos de Hadas, propone “La poética tolkiniana como clave para una hermenéutica sapiencial de la literatura de ficción”; en otras palabras, como llave (clave) para leer obras de ficción, para hallar sentido —un sentido real y verdadero, provechoso, "sapiencial", profundo— a las obras de fantasía. Con alusiones muy oportunas al gran compañero literario de Tolkien, C.S. Lewis, este libro profundiza en las ideas que valieron tanto prestigio a estos dos autores ingleses que, en pleno apogeo de una era industrial y bélica, tuvieron tan alto impacto en la literatura mundial con historias llenas de magia y mitología medieval.
El anterior libro de Odero, ¡y más aún!, el ensayo original de Tolkien en el cual el primero basa su tesis: "Sobre los cuentos de hadas", publicado en la obra Los monstruos y los críticos, y otros ensayos, supone una maravillosa defensa de la valía de la literatura fantástica, mucho más allá del círculo de explotación comercial para la industria del entretenimiento a la cual nos hemos acostumbrado. Ya Tolkien mencionaba que muchas personas consideran que la literatura fantástica es nada más alguna forma de “evasión de la realidad” que, en el fondo, no hace nada sano en la mente del hombre ni sirve de nada al progreso de la humanidad o el bien de la sociedad (una ridiculización de tipo quijotesca, donde las fantasías son tomadas por auténticos delirios de grandeza y simples locuras). Y en este asunto, la cosa más curiosa —una paradoja que Tolkien tuvo que haber aprendido de Chesterton— es que Tolkien defiende, precisamente, el valor de "la Fantasía como evasión” sin entrar en los aburridos y pesimistas rollos psicoanalíticos. Tolkien lo argumenta de modo tan genial que prefiero darle la palabra a él y citarlo en las siguientes líneas:
“He afirmado que la Evasión constituye una de las funciones principales de la fábula, y como no la desapruebo, es evidente que rechazo el tono despreciativo o compasivo que hoy denota tantas veces el término (...) ¿Por qué ha de ser despreciado el hombre que, estando encarcelado, intenta fugarse y volver a casa? ¿O bien, si no es posible aquello, piensa y habla de otros temas que no sean los carceleros y los muros de la prisión? El mundo externo no resulta menos real por el hecho de que el prisionero no pueda verlo"
Tolkien legitima esa fuga hacia la verdadera realidad, que va más allá de la visión chata, mostrenca y convencional del mundo. Por eso dirá que no se debe confundir arteramente la Evasión del Prisionero con la Fuga de un Desertor:
"No pienso que el lector o el inventor de cuentos fabulosos deban avergonzarse de la evasión que radica en la arcaicidad [en lo antiguo]: de la preferencia decidida, no digo por dragones, sino por caballos, castillos, navíos de vela, arcos y flechas; no sólo por elfos, sino también por caballeros, reyes, sacerdotes. ¿Por qué va a negársenos el derecho de condenar implícitamente, con el silencio, "cosas progresistas como las fábricas o como la ametralladora y las bombas que parecen ser sus más naturales e inevitables, digamos inexorables, productos? (...) Es injusto, pues, suponer que la Fantasía anula o destruye la razón y el deseo de verdad científica. Al contrario, cuanto más aguda y clara sea la razón, mejores fantasías producirá".
Irónicamente, cuando Tolkien defiende la Fantasía, está defendiendo la verdadera esencia del mundo (en la que los autores modernos de su época ya no creían).
Ahora bien, sería un cinismo, llegado a este punto, compartir las ideas sobre la Fantasía presentes en Tolkien y obviar, como si fuese irrelevante, la espiritualidad que las inspiran. El hombre que dice "Sobrenatural es una palabra peligrosa y ardua en cualquiera de sus sentidos (...) y es difícil aplicarla a las hadas, a menos que sobre se tome meramente como prefijo superlativo. Porque es el hombre quien, en contraste con las hadas, es sobrenatural (y a menudo de talla reducida), mientras que ellas son naturales, muchísimo más naturales que él" no está contando cuentos. Para quienes así lo prefirieran, el compromiso de Tolkien con la mística de las obras de la imaginación tampoco es el resultado de una espiritualidad vaga y abstracta. Todo autor, ya sea consciente o inconscientemente, escribe su autobiografía en cada línea que escribe y, por ende, siendo Tolkien una persona de profunda espiritualidad (en concreto, católica), es casi natural que su obra esté llena de ésta también. Y de hecho lo está, aunque muy sutilmente, y no por eso a un nivel de forzada condescendencia. Está a nivel nuclear y estructural.
Contrario a la literatura apologética de su gran amigo C.S. Lewis, Tolkien no buscaba crear paralelismos evidentes por medio de alegorías, ante todo por el hecho de que el cosmos entero, y la cultura humana, con su lenguaje y su imaginación es ya, de por sí, una auténtica alegoría para él (un "Otro-que-habla" por medio de las imágenes del mundo). Toda la mitología, como la veía Tolkien, si bien no son verdades completas que impliquen una Revelación, está llena de “teología natural” con lecciones muy conmovedoras, especialmente acerca de la Creación y lo que significa "crear". A propósito de El Señor de los Anillos decía el autor: “Estoy construyendo una gran canción y una oración alrededor de un buen relato”. Y Odero nos comparte otra anécdota:
“Se emocionó [Tolkien] en alguna ocasión cuando un lector no creyente le hizo saber cómo –en su opinión– “cierta fe está presente en todos los rincones de su libro, como una luz que viene de una lámpara invisible”. Otro lector también aludió a la “salud y santidad” que produce su lectura. Tolkien les contestaba: “Si la santidad se halla en esta obra o como una luz difusa la ilumina, no es que llegue desde el autor sino a través de él. Y ninguno de ustedes podría advertirla en estos términos si no estuviera con ustedes también”.
Si la realidad era fuente de diálogo divino, ¿no podría la imaginación humana transmitir esos mismos diálogos, por medio del más maravilloso lenguaje, a través de la lectura de la mitología y la fantasía, expresar así eso inefable que agita el corazón de anhelos intensos? ¿No hay más que estímulos de serotonina en las vibrantes historias de portentos y proezas épicas y heroicas que obras como El Señor de los Anillos y toda la tradición de Fantasía que la anteceden provocan en sus audiencias? "¿Qué es la poética, realmente?", ésa es la cuestión que catapulta toda la creación, o "sub-creación de la Tierra Media" —que es el concepto que prefería Tolkien. Un teórico de la literatura, Muñoz Meany, dice sobre la poesía (entendida en un sentido amplio): "la poesía no se hace, sino que está en el mundo que nos rodea y en nuestra intimidad espiritual".
Querer reducir a Tolkien a algo menos que esto es deliberadamente perderse la mejor parte de su obra, la que nos dice que no estamos leyendo un simple cuento sino que nuestro corazón anhelante también está en sintonizado con la añoranza y travesía de esos elfos que sueñan con alcanzar esa luz apacible que solo brilla en Valinor. Y probablemente, como ellos, descubramos que al final de ese largo y místico camino del conocimiento y la sabiduría y la contemplación y búsqueda de la Verdad hay un hobbit bailando sobre la posada del Dragón Verde, y celebrando, entre risas y carcajadas, que otra criatura de la Gente Grande finalmente entendió todo lo que las canciones habían cantado desde antaño.
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